Mecila

#22

La Constitución y los dilemas de la convivialidad en un Chile desigual

Global Convivial Forum 

Daniela Vicherat Mattar (Leiden University College / Senior Fellow Mecila)

El borrador propuesto para una nueva Constitución implicaba un cambio en los regímenes de convivialidad del país, cambiar los términos en los cuales dicha convivialidad se fundamenta.

«Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada por un proceso participativo, paritario y democrático.»

(Epílogo de la propuesta para una nueva Constitución)

Y, sin embargo, no pasó. A través de uno de los plebiscitos más votados en la historia de Chile, más de 13 millones de personas rechazaron la propuesta para una nueva Constitución el septiembre pasado. En las semanas que han seguido a este evento electoral, en Chile y fuera de Chile, mucha gente se pregunta qué pasó: Cómo es posible que un país que votó abrumadoramente en octubre de 2020 por cambiar la Constitución a través de una asamblea constituyente (78 % del electorado aproximadamente), que eligió como representantes de esta asamblea en su mayoría a gente independiente en mayo de 2021, terminó rechazando el texto propuesto por dicha asamblea con un masivo 62 % del electorado en septiembre de 2022. ¿Qué cambió en este lapso de casi dos años, en que el país ha seguido un proceso de cuestionamiento constitucional que ha sido, por otra parte, impecable y legítimo en términos electorales?

Lo que no se discute tan abiertamente es que la comparación de estos dos momentos electorales –representados en la figura anterior– no es completamente correcta en términos metodológicos. Una gran diferencia marcó ambos momentos: el tipo de voto. En el caso del plebiscito de entrada (octubre de 2020), en el que se definía si era precisa una nueva Constitución y a través de qué mecanismo elaborarla, el voto fue voluntario. En dicha ocasión, de acuerdo con los datos del SERVEL, participaron poco más de 7,5 millones de personas, aproximadamente la mitad del padrón electoral. En cambio, dos años después, en el plebiscito de salida (septiembre de 2022) el voto fue obligatorio, y lo ejercieron más de 13 millones de personas, o sea, más del 87 % del padrón electoral. Cerca de 5 millones de personas que no se habían manifestado electoralmente con anterioridad lo hicieron en el plebiscito de salida, y definieron contundentemente el resultado de la elección.[1]

El problema metodológico de comparar ambos momentos electorales es también un problema político y de legitimidad. Es evidente que en una democracia liberal como la chilena la decisión sobre el texto constitucional concierne a quienes conforman esta particular comunidad política. Sin embargo, los contornos de dicha comunidad se definieron de manera diferente en ambos momentos electorales. El hecho de votar de manera optativa en el plebiscito de entrada y de manera obligatoria en el plebiscito de salida establece términos distintos para lo que uno podría definir como una configuración de la convivialidad política a través del proceso electoral. Es decir, si entendemos una configuración de convivialidad como la forma en que se define una cierta unidad de convivencia, en este caso electoral, es claro que el plebiscito de entrada lo hace en términos de participación voluntaria, de quienes presumiblemente se sienten interpelados en el proceso, en donde el acento se pone en el derecho a votar. Sin embargo, en el plebiscito de salida lo que se enfatiza es el deber de votar, una de las responsabilidades aparejada al ejercicio de ciudanía entre quienes habitan la comunidad política llamada Chile.[2] Dado el resultado electoral, aparentemente estos millones de nuevos votantes estuvieron, en su mayoría, disconformes con el proceso constituyente en general y con su resultado particular: la propuesta para una nueva carta fundamental. La ciudadanía es eso, una danza constante y ambivalente entre derechos y deberes; sin embargo, décadas de neoliberalismo económico y de luchas políticas identitarias han exacerbado la demanda y el reconocimiento de los primeros por sobre los últimos, especialmente en términos individuales. En este sentido, no es extraño que la propuesta constitucional fuera rechazada al percibirse como una amenaza para el ejercicio de las libertades y derechos individuales en el país.[3]

¿Qué hubiese pasado en Chile si en el plebiscito de entrada el voto hubiese sido obligatorio? Dados los resultados del pasado septiembre, no es tan evidente que el resultado hubiese manifestado el deseo compartido de la mayoría por redactar una nueva Constitución. De hecho, estudios de opinión en estos momentos plantean como dos opciones casi igualmente válidas la idea de reformar la actual Constitución y la de redactar una nueva. La pregunta que aún está abierta en este sentido, y lo que es aún problemático, tanto para una política de izquierda como una de derecha, es cómo legitimar la Constitución (actual o nueva) en términos de su poder para definir los contornos de la sociedad que los habitantes de Chile quieren habitar. Es un problema de legitimidad social y política porque ni las mayorías electorales (con sus resultados aparentemente opuestos en 2020 y 2022) ni las manifestaciones populares de descontento social (masivas en 2019, pero permanentes y cada vez más violentas desde hace más de una década) son en sí mismas propuestas normativas sobre las que articular la democracia como forma legítima de convivencia social.[4] Hoy no es claro que haya un consenso sobre qué tipo de orden normativo es necesario, deseado y legitimado para organizar la vida en común.

¿Qué rol juega la desigualdad en todo esto? Una de las mayores ironías de los resultados de la última elección es que el rechazo ganó de manera transversal, no solo, como era evidente, en sectores privilegiados, sino también de manera contundente entre grupos marcados por la marginalidad y la vulnerabilidad socioeconómica, cultural, y ecológica entroncadas en el país. Es decir, la inscripción rayada en varios muros durante las revueltas de octubre de 2019 no pasó de ser más que un deseo, quizás incluso, neoliberal.

El borrador propuesto para una nueva Constitución implicaba un cambio en los regímenes de convivialidad del país, cambiar los términos en los cuales dicha convivialidad se fundamenta. Hasta ahora, la Constitución actual, establecida en 1980 bajo la dictadura de Pinochet, aunque reformada en varias ocasiones durante los gobiernos democráticos, defiende el principio del Estado como un órgano subsidiario de la sociedad, es decir, un Estado que está al servicio de garantizar la libertad de las personas y sus elecciones, y que, al contrario que el Estado social de derecho, no prioriza formas de solidaridad y derechos colectivos como articuladores del orden social (Si bien hay quienes argumentan que subsidiaridad y derechos sociales no son incompatibles).

Instalación de la Conveción Constitucional de Chile en su primera sesión, presidida por Elisa Loncón, efectuada en el edificio del Ex-Congreso nacional de Chile ubicado en Santiago. Cristina Dorador, CC BY 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=107321183.

Dado el resultado del plebiscito de salida, en el que millones que antes se habían abstenido del proceso participaron con su voto, es posible suponer que las casi cinco décadas que han pasado desde el golpe militar, caracterizadas entre otros aspectos por el arraigamiento de una lógica neoliberal como estilo de vida, hayan generado una especie de atrofia social para imaginar que es posible una sociedad donde lo común (representado, por ejemplo, en la figura del Estado social de derecho, la plurinacionalidad o el derecho inalienable al agua) no opaque o medre el desarrollo, las capacidades, la posibilidad de elección o la acción individuales. Es precisamente en esta tensión entre lo individual y lo colectivo donde es necesario negociar cotidianamente la convivialidad. Es también en esa tensión donde se transforma aquello definido como diferente (lo otro, o lo normativamente no-normal) en desigualdad de manera estructural (en términos de desigualdades de género, étnicos, socioeconómicos, corporales, neuronales, etc.).

En este sentido, si bien está claro que hay malestar social, no está claro que este sea un malestar ni con el acuerdo normativo vigente, que presume al individuo como único artífice de su vida, ni que dé pie para generar acuerdos normativos colectivos que transformen el modelo actual.[5] El énfasis en lo colectivo es fundamental, porque es lo que permitiría romper la lógica individualista que sustenta la ideología neoliberal. En otras palabras, para transformar las desiguales estructurales que existen en el país, no es preciso solo establecer formas redistributivas de poder y de recursos, sino también promover una lógica distinta de convivialidad, en la que la solidaridad y el cuidado reemplacen el valor dominante en términos de acceso y reconocimiento individual. El rechazo no ha sido solo un rechazo al borrador de una nueva Constitución. El problema que revela este resultado electoral es también de convivialidad, y de una aparente desconexión entre las necesidades materiales derivadas de las múltiples carencias y desigualdades que se viven en el país (y cómo resolverlas), y de la definición de las normas básicas que legitiman la democracia (y cómo elaborarlas de una manera que trascienda el sistema electoral).[6] Quizás la cuestión más fundamental que está en juego hoy es el tipo de democracia que los habitantes de Chile quieren labrar, y, sobre todo, quiénes se sienten llamados y con deseos de hacerlo.[7] Esta cuestión puede resumirse en una pregunta sobre los principios que articulan la convivialidad en el país: ¿Es posible imaginar otras formas de constituir un orden social y de derechos, en el que la solidaridad y el cuidado sean los principios articuladores y legitimadores de la democracia, y en el que, a su vez, sean esos mismos principios en los que se asiente una concepción de los derechos individuales, y no al revés? La pregunta, no solo en Chile, sigue abierta.

[1] Cabe la pena destacar que, de acuerdo con el SERVEL, la elección del plebiscito de entrada congregó a la mayor cantidad de votantes voluntarios hasta entonces en la historia del país. Es decir, las preguntas sobre la necesidad de cambiar la Constitución, y a través de qué mecanismo hacerlo, concitaron la participación política voluntaria más alta hasta entonces.

[2] La distinción entre el derecho y el deber de votar es interesante pues demarca los términos en que la participación genera ciudadanía, de manera más o menos individualista. En un contexto democrático liberal, el voto voluntario es la epitome de la participación en términos de libertad de elección, mientras que el voto obligatorio combina la participación individual con una obligación colectiva para el mantenimiento de la comunidad política. Por tanto, cómo se ejerce el voto revela la tensión entre derechos individuales y colectivos en la conformación de la comunidad política, y cómo, incluso para el funcionamiento de la democracia electoral, no todos los derechos son individuales. Agradezco los comentarios de Samuel Barbosa que me han ayudado a enfatizar y elaborar mejor este aspecto.

[3] De hecho, al momento de escribir este blog, políticos de derecha han propuesto al gobierno del presidente Borić un numero de cortapisas para la elaboración de la nueva propuesta, enfatizando la necesidad de garantías para la protección de derechos individuales principalmente entendidos en términos de propiedad privada y capacidad de elección de servicios (salud, educación, pensiones), aunque no sobre la capacidad de las mujeres de decidir sobre su propio cuerpo. Ver Juan Manuel Ojeda, “Los ocho principales nudos que entrampan las negociaciones para sellar el acuerdo para redactar una nueva Constitución” (2022).

[4] De hecho, no solo en Chile, la democracia liberal lleva décadas dando señales de inestabilidad y una incapacidad aparentemente estructural para dar cuenta de los desafíos sociales, ecológicos y normativos de las sociedades contemporáneas. Ver Jan Aart Scholte,After Liberal Global Democracy: New Methodology for New Praxis(2019).

[5] El diario El País publicó una nota sobre Petorca, una localidad de sequía crónica, donde también ganó el rechazo pese a que el texto propuesto garantizaba el derecho al agua.

[6] En este sentido, es una constatación empírica de la tensión entre democracia procedimental minimalista y formas de entender la democracia de manera más sustantivamente.

[7] Lo que está claro es que la gran derrota en el plebiscito de salida es de representación y de deliberación democrática, no de participación política.